Era sábado, me habían asignado una cita para revisar algunos libros en Cuernavaca, acepté y no pregunté más porque en la papeleta decía que se trataba de pocos libros de arte.
Salí temprano de la ciudad en mi carro, hacía un buen clima, estaba soleado y fresco.
Llegué pronto a la ciudad de Cuernavaca y me dirigí a mi destino: un desarrollo privado muy bonito con un lago artificial al centro, con calles anchas y empedradas.
Me detuve en la casa indicada, su fachada era blanca y estaba rodeada de limoneros. A un costado de la casa había un enorme pasillo que hacía de estacionamiento, ahí se estaba llevando a cabo una vendimia del menaje de la casa.
Pregunté por la persona con la que tenía que entrevistarme, una mujer joven me presento con la que me pareció la dueña de la casa. Ella estaba sentada en una butaca blanca de respaldo alto a la sombra de un limón sosteniendo un vaso con agua mineral con hielo. Como se me antojo ese vaso con agua.
Por favor, muéstrale al señor los libros de la oficina. Dio la indicación y la mujer joven me mostró el camino.
La casa estaba vacía. En el recibidor de había dos pilas de libros, hasta aquí no parecía ser complicado.
Subimos, -esta es la oficina- dijo la señorita, –son todos los libros-, dos pequeños estantes con libros de formato grande, cerca de doscientos libros, -ahorita lo veo, voy a estar abajo por si me necesita-.
No he de mentir, me emocioné, me gustan los libros de formato grande, con sus magníficas ilustraciones y los cuidados en su edición.
Me tardé un poco más de la cuenta revisando los libros. Cuando estuve listo realicé una oferta y la dueña aceptó. Bajé los libros y comencé a cargarlos en mi carrito -pobre carro- fue toda una faena, terminé fatigado y el carro apenas podía andar.
Tomé la autopista de vuelta a la Ciudad de México todo el camino por el carril derecho, llegué.
A veces las citas que parecen sencillas resultan no serlo.