Siempre me han caído bien los padres que están orgullosos de sus hijos.
Recuerdo que me presenté a una cita en Insurgentes y Río Mixcoac, en una callecita que está a un costado del supermercado.
La calle era tan angosta que dejé la camioneta tres calles atrás y llegué caminando.
Toqué el timbre, dije mi nombre por el altavoz y me permitieron el paso. Me dirigí al elevador, un elevador muy pequeño, para tres o cuatro personas.
Cuando el elevador se detuvo y abrió sus puertas una señora mayor me recibió formalmente.
Me dirigió hacia los libros y me ofreció un vaso con agua de mango.
Después de revisar sus libros y hacerle una oferta, ella comenzó a hablar conmigo.
Estaré solo unos días en la ciudad, así que me gustaría que se llevara los libros hoy mismo, dijo. Se acercó a la ventana que da a la calle, entreabrió la cortina y refunfuño contra los cables de luz que quedaban frente a su balcón.
Yo vivo en S. con mi hija, allá toda la instalación eléctrica es subterránea. Yo cuido a mi nieto mientras ella va a trabajar.
Me contó que su hija era muy estudiosa y que le ofrecieron empleo en Nestle muy lejos de casa. Me contó que a veces extrañaba México pero que disfrutaba vivir en el extranjero.
Era notorio que estaba orgullosa de su hija porque cuando hablaba de ella no era presuntuosa sino sincera y sencilla.
Cuanta fortuna, tener en nuestra vida a alguien que nos quiere.
Supongo que eso es lo que hacen los padres, sentirse orgullosos de sus hijos y hablar de ellos con sencillez como se habla de quién se le quiere mucho.